Una reverencia

lunes, marzo 27, 2006

Al mediodía, antes de salir de la cama, leo la declaración de Amadeo; me visto y al rato avanzo por el pasillo hacia la sala de proyecciones, con paso decidido, del brazo de Monique, entre los flashes de las cámaras y las preguntas que los periodistas lanzan al aire como moscas. Saludo a la multitud con la mano. Entramos a la sala.
Es un cine chico, con unas veinte filas de butacas de pana gris. En la del fondo está Amadeo, escoltado por dos policías: aunque tiene las manos esposadas, alza los brazos para saludarme. Está sonriendo como un nene grande, la sonrisa buena, alegre de volver a verme. Le sonrío con ganas y alzó los brazos.
Las tres primeras filas están ocupadas por inspectores, peritos, oficiales. Olof nos invita a sentarnos a su lado. Nos acomodamos en los asientos. Miro hacia atrás. Tres butacas más allá se encuentran Hauna y Melinda; detrás, Paralopus y Wiona.
“¿Cuál es el programa?”, ironiza Wiona, “¿Intriga internacional? ¿La noche de las narices frías?”; “Este cine es un desastre”, se queja Melinda, “no he podido comprar palomitas de maiz”; “¿Qué es esta fantochada de cinematógrafo?”, grita el belga, señalándome con ira, “¡siempre dije que esos dos eran los culpables!”. No le contesto, seguro de mi victoria, el ancho de espadas en la manga. “¡Yo no fui!”, alcanza a gritar Amadeo antes de que el policía pegue un grito llamando al orden sobre la mezcolanza de gritos que se ha hecho.
El silencio sepulcral coincide con la aparición de Wong. Escoltado por dos médicos de traje blanco avanza con la mirada perdida, retacón y flacucho, como borracho. Todos nos ponemos de pie de manera automática en una especie de reverencia litúrgica. Se sienta en la primera fila, en la punta más alejada, rodeado por médicos y policías. Recién entonces volvemos a sentarnos. Se hace la oscuridad. Y el proyector lanza su luz sobre la pantalla blanca.

Siluetas coloridas
El golem de nieve