The final countdown

jueves, marzo 16, 2006

Todavía está oscuro cuando despierto. En mi pieza todos duermen. Bajo al living.
“Bon jour” me saluda Monique con voz seca desde la cocina; me dedica una sonrisa corta y vuelve a concentrarse en su tazón humeante. Está sentada bien derecha, los hombros tiesos: “Una postura recta es lo más importante en la vida”, habla en inglés, mira hacia fuera por la ventana, “la columna, es importante que esté recta cuando uno se sienta”, explica y vuelve a tomar su taza. “Seguro”, acepto, no muy convencido, mientras desenvuelvo mi desayuno: un tostado de pan negro, cargado de fiambre y queso derretido; un pote con tirabuzones de manteca y mermelada de grosellas. Me sirvo café de un termo.
“Dicen que el sauna finlandés es bueno para la piel: desintoxica”, comenta Monique, se limpia los labios finos con una servilleta de papel.
“Parece que mañana por la noche vamos a tener una sesión”, le comento, “Paralopus le ha pedido a Lars que le explique como funciona”.
“Ese griego…, no me extraña que esté interesado en el sauna. Quiere vernos en bikini”. El comentario filoso me descoloca. “Es un buen muchacho”, acoto, dándole pie a Monique para que se explaye mientras yo le entro al sánguche con ganas.
“Está que hierve, ya me pellizcó el trasero dos veces, ¡la próxima me va a oír!”.
“Es la sangre del Mediterráneo”, aporto, con la boca llena.
“Y eso qué, yo también tengo sangre latina pero sé moderar mis instintos. Qué se creé el muy semental, yo no soy como esas dos porristas bombacha floja”, temblequea, parece un robot en cortocircuito “si me vuelve a tocar le, le…” duda, estudia la mesa como buscando palabras, “le clavo un cuchillo en la mano, eso, se lo clavo”. Aprieta con fuerza el cuchillo enmantecado entre sus dedos finos. La observo extrañado, mi vaso de café suspendido en el aire: esta mina es un volcán.
“Disculpe, es que ese hombre…” los puntos suspensivos caen sobre la mesa como un pedido de ayuda; salgo al cruce: “No se preocupe, Monique; estas cosas pasan”, agradece mi piedad con una sonrisa y pestañea, los labios finos han vuelto a su rictus amable y congelado.
Bebo en silencio. Me pregunto cuántos años tendrá: es de esas mujeres de edad indescifrable, la piel lisa, sin arrugas, lindo cuerpo pero hay algo que no cuadra en el semblante.
“¿Viaja sola?”, le pregunto, como al pasar. “Sí, así es mejor. Me separé antes de salir de viaje”
Mierda, esta mujer es una caja de Pandora.
“Andaba con la secretaria”, concluye.
Desayunamos en silencio. Una tensa calma se sostiene en el aire. Al rato sale para la excursión a la Mina de Hierro.
La calma del ambiente me invita a la reflexión. Alimento la salamandra y miro hacia el bosque. Las primeras luces pintan el cielo de rosa y celeste. El lago congelado es un gigantesco ojo blanco entre los árboles.
A la tarde pesco un rato —un decir: no picaron ni una vez—; veo a Amadeo a lo lejos: sigue amontonando nieve en su mamotreto horrible. Antes de que oscurezca hacemos un fueguito y mateamos en silencio. Luego cenamos los nueve en la cabaña.
Paralopus está entusiasmadísimo con el asunto del sauna finlandés. Para explicarnos hace dibujos y mil sonidos incomprensibles; la francesa me mira con ojos de víbora; Hauna lava los platos; Monique y la parejita de chinos se van a dormir.
Con el griego, las dos yanquis y Amadeo jugamos al Karaoké. Paralopus nos regala una versión insoportable de “The final countdown”: hace los ruiditos del teclado y la guitarra. La nota de color es cuando se abre la camisa hawaina y termina la canción refregándose el pecho peludo. Demasiado. Me voy a dormir. Mientras subo la escalera escucho a las porristas que aplauden y pegan grititos de ardillas histéricas.

Un dios enajenado
Popi