La voz de mi hermano

viernes, marzo 24, 2006

He encendido el fogón cerca de la casucha de madera. Mateo en silencio, sentado frente al lago congelado. Estiro las manos sobre el fuego. Muevo la pava entre las brasas. Me cebo un mate. El cielo despejado promete una nueva sesión de luces; por lo pronto sólo hay estrellas y una luna menguante en el centro del cielo. Cierro los ojos. El recuerdo de la voz de mi hermano es tan vívido —su manera de hablar desordenada, cantarina, sacudiendo las manos—; siento su presencia a mi costado; me resisto a abrir los ojos y encontrar el espacio vacío. Aprieto los párpados con fuerza. Aguanto el llanto… “¿Se siente bien?”; abro los ojos de golpe. En el borde opuesto del asiento largo, enfundada en una campera enorme, con gorro de lana y guantes negros, Monique me mira expectante.
“Estoy bien, gracias”, nos miramos un segundo. Fija la vista en el fuego y observo su rostro de perfil, la curva del mentón, los ojos verdes de muñeca brava relampagueando con las llamas: “Lo que dijo el otro día sobre los escritores me hizo acordar a mi hermano”, comento, después de un largo silencio, “. Me hizo acordar a él”.
Miramos el fuego en silencio. Monique se va deslizando sobre el asiento hasta quedar a mi lado. El calor del fuego nos envuelve y nos aísla del frío que surge desde el lago congelado: “Soy detective”, confieso, sin mirarla, “confío en su silencio. La he observado, es usted una mujer muy especial”. Me sonríe y contesta: “Gracias por la confianza. Algo intuía en su rostro, algo que no encajaba”. Aliviado por la confesión me siento más cerca de ella. Ha aceptado mi identidad con tanta naturalidad que prefiero no hablar más sobre el tema. Volvemos al silencio, a las miradas atraídas por el fuego.
“Mi hermano era dos años mayor. Tenía veinticuatro cuando se lo llevaron. Ese mismo día yo juraba en mi ingreso a la policía”. Monique me abraza sin pensarlo y este gesto me da fuerzas para seguir hablando: “De chicos, mi vieja nos hablaba de ayudar a los pobres; mi viejo, del respeto al orden. Él lo entregó. La traición de mi viejo me explotó en la cabeza. Me borré a Corrientes, a lo de unos amigos de la infancia. Vivía como un ciruja en un pueblito perdido en los esteros. Me puse en contacto con un amigo de mi hermano: no sabían nada de él. A los pocos días cayeron cinco de sus amigos en mi casa. Escapaban. Estaban desesperados; a tal punto que confiaron en mí, sabían de mi crisis, llegaron cuando no les quedaba otra opción. Se la jugaron. Los ayudé en lo que pude. Con ellos empecé a entenderlo. En cada golpe en la puerta en medio de la noche esperaba su abrazo. Nunca llegó ese abrazo. Siempre me voy a sentir culpable de su muerte”, tiemblo como una hoja en los brazos de Monique, es la primera vez que he dicho que mi hermano ha muerto. No sé si Monique ha entendido algo de lo que he dicho, pero me sigue acariciando el pelo, lagrimea; la miro a los ojos, la sonrisa plena. Nos abrazamos con fuerza. “No ha sido tu culpa” me regala Monique la frase certera, llena de piedad; y mientras miro el fuego con ojos desorbitados, y la voz de mi hermano vuelve a surgir entre las brasas, me gustaría sentir que lo que ha dicho Monique es cierto; me gustaría hablar con él, decirle tantas cosas.

El roce con su cuerpo
Llegará la noche