Nada tendría sentido
viernes, marzo 24, 2006
Nos despedimos en el rellano de la escalera con un beso tierno, lleno de complicidad silenciosa. Duermo hasta el mediodía. Desayuno solo.
En el living, Paralopus y Wiona juegan a las cartas; Melinda se cepilla las uñas. “Qué tarde se ha levantado hoy” insinúa Wiona, sin levantar la vista de las cartas. “También la francesita” aporta Melinda con tono malicioso, “Olof tuvo que esperarla un buen rato para charlar con ella”.
“¿Charlar con ella? Si ya le había tomado declaración ayer”, me sorprendo, la pregunta me sale sola.
“Tal parece que había detalles que aclarar. Se la ha llevado en el patrullero”, informa Wiona y me mira, “no me sorprendería que esa mosquita muerta fuera la asesina”, me sonríe, con malicia, y vuelve a las cartas. Me trago el odio, escondo la confusión. Para despistar tomo el café y subo la escalera. Melinda me mira de reojo; Paralopus canturrea una melodía tonta, balbucea unas palabras en griego y los tres ríen a carcajadas.
Atravieso la habitación vacía y salgo al balcón. La cabeza me da vueltas. A lo lejos distingo la figura solitaria de Hauna: pesca, sentado sobre una piel de reno sobre el lago congelado. Popi sigue en su sitio y pienso que su figura blanca y deforme es lo único que ha permanecido intacto en esta mezcolanza delirante a orillas del lago.
No puedo digerir qué Olof se haya llevado a Monique, no tiene sentido. Me baja la sangre a los pies. Desinflado, me apoyo en la baranda, hay una duda mala y filosa que se me clava como una espina en el costado. No puede ser Monique. No ella. No tiene sentido. Pero la duda ya clavó su aguijón venenoso, va creciendo en algún lado, va subiendo. El resto de la tarde soy un fantasma que flota por la pieza. Hauna se sorprende al verme en la cama tan temprano. Hace un comentario sobre el tiempo al que contesto con un gruñido amable. Bajo a cenar cuando ya todos duermen. Atontado, escribo estupideces en el cuaderno, frases sueltas; Monique no ha vuelto, tampoco hay noticias de Olof. Me quedo dormido sobre la mesa del living, la cabeza inútil de tanto pensar.
En el living, Paralopus y Wiona juegan a las cartas; Melinda se cepilla las uñas. “Qué tarde se ha levantado hoy” insinúa Wiona, sin levantar la vista de las cartas. “También la francesita” aporta Melinda con tono malicioso, “Olof tuvo que esperarla un buen rato para charlar con ella”.
“¿Charlar con ella? Si ya le había tomado declaración ayer”, me sorprendo, la pregunta me sale sola.
“Tal parece que había detalles que aclarar. Se la ha llevado en el patrullero”, informa Wiona y me mira, “no me sorprendería que esa mosquita muerta fuera la asesina”, me sonríe, con malicia, y vuelve a las cartas. Me trago el odio, escondo la confusión. Para despistar tomo el café y subo la escalera. Melinda me mira de reojo; Paralopus canturrea una melodía tonta, balbucea unas palabras en griego y los tres ríen a carcajadas.
Atravieso la habitación vacía y salgo al balcón. La cabeza me da vueltas. A lo lejos distingo la figura solitaria de Hauna: pesca, sentado sobre una piel de reno sobre el lago congelado. Popi sigue en su sitio y pienso que su figura blanca y deforme es lo único que ha permanecido intacto en esta mezcolanza delirante a orillas del lago.
No puedo digerir qué Olof se haya llevado a Monique, no tiene sentido. Me baja la sangre a los pies. Desinflado, me apoyo en la baranda, hay una duda mala y filosa que se me clava como una espina en el costado. No puede ser Monique. No ella. No tiene sentido. Pero la duda ya clavó su aguijón venenoso, va creciendo en algún lado, va subiendo. El resto de la tarde soy un fantasma que flota por la pieza. Hauna se sorprende al verme en la cama tan temprano. Hace un comentario sobre el tiempo al que contesto con un gruñido amable. Bajo a cenar cuando ya todos duermen. Atontado, escribo estupideces en el cuaderno, frases sueltas; Monique no ha vuelto, tampoco hay noticias de Olof. Me quedo dormido sobre la mesa del living, la cabeza inútil de tanto pensar.
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