Lo imposible

jueves, marzo 23, 2006

Bajo la escalera y en la cocina ya están desayunando Hauna y Monique. Conversamos de cosas triviales: del tiempo, la nieve, de la comida de Lars, sus ricos guisos y estofados de reno. Evitamos el tema del asesinato de forma deliberada, como si nunca hubiera sucedido. Charlamos despreocupadamente y eso hace que el asesinato esté latente entre nosotros; algo que no miramos, pero que nos taladra la nuca, algo de lo que no se habla, pero que palpita en nuestras bocas en cada sílaba. Noto el patético contraste en el momento en que Monique evoca entusiasmada la noche en que vimos la Aurora boreal. Me aparto de la charla, aunque sigo compartiendo la mesa, la mirada perdida en la taza de café.
Cada año, cuando se acerca esta fecha, pasa algo que me descoloca. Aunque ya me he acostumbrado a esta increíble “casualidad”, no dejo de asombrarme; con precisión pasmosa, cuando se acerca el día del cumpleaños de mi hermano, algo importante sucede en mi entorno: una muerte, una mudanza, a veces una ruptura, un quiebre con algo; otras veces, algo que comienza o un encuentro inexplicable. Siempre.
Cada vez que llamo a mi madre, algo en mí sigue esperando que me diga lo imposible: casi puedo oírla, su voz quebrada de emoción, ya vieja. Pero a veces atiende mi padre y entonces corto, de un golpe; otras veces, me quedo escuchando su voz gruesa, ya gastada: “Hola, hola, ¿quién es ahí?, hola...”, se calla entonces el viejo, se queda callado, no cuelga, y el auricular me tiembla. Sabe que soy yo. Con ese silencio lo saludo. Es lo más que me permite el odio que me separa de él. Mientras en el auricular mi viejo respira y calla, espero que su voz ya vieja diga que se ha arrepentido de la traición... “Hey Aristóbulo, qué opina usted de las sopas guisadas de Lars. ¿Verdad que son increíbles?”, Hauna me trae de vuelta a la pieza. Asiento sin una palabra. Me disculpo y salgo de la casa.

Llegará la noche
Agua negra