Ojalá

miércoles, marzo 29, 2006

Pasamos el día con Monique remoloneando en la habitación del hotel hasta las siete de la tarde. En un restaurante del centro de Kiruna nos encontramos a cenar con Amadeo y un amigo que se ha hecho. Un sueco de unos treinta años que habla castellano bastante bien aunque conjuga mal los verbos y la pifia en los artículos. Vivió en Centroamérica con sus padres durante su infancia; usa lentes y tiene una sonrisa muy divertida.
Monique se ha puesto un vestido negro y lleva un cinturón psicodélico que le rodea la cintura. Son unos ojos de cerámica, pintados con esmalte verde, amarrados a una cadenita de metal. Comemos sopa de pescado y ensalada de papas. Durante la cena recibo el llamado de Olof. Mañana nos encontraremos en su despacho. Tiene novedades importantes de Arañita.
Más tarde seguimos la sobremesa en la habitación. Johan, el amigo de Amadeo, toca la guitarra mientras las cervezas van y vienen. Estoy sentado en el piso, la espalda apoyada contra la pared, relajado; en la otra punta de la pieza, Monique fuma y canta con Johan que se sabe un par de canciones de Silvio Rodríguez; Amadeo dibuja alguna cosa despatarrado sobre el almohadón. La escena me hace acordar de pronto a las reuniones en casa de mi hermano, esas comilonas con sus compañeros de facultad, artistas, estudiantes de filosofía, cosas que entonces eran para mí tan raras… me sentía ajeno a todo eso y a la vez fascinado por algo que no podía entender. “Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan” cantan Johan y Monique y sus acentos de español atravesado le dan a la canción una belleza especialísima, “para que no las puedas convertir en cristal”, me parece mentira ser parte de todo esto, de esta noche acá, de aquellas noches en casa de mi hermano, —Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo—, Monique se ha equivocado en una palabra y con Johan ríen por el pifie, —Ojalá que la luna pueda salir sin ti—, ojalá que esta sensación dure por siempre, —Ojalá que la tierra no te bese los pasos—, ojalá que esta noche dure por siempre.

...
¿Es para mí?

¿Es para mí?

martes, marzo 28, 2006

Me acerco a Monique. Estoy por decirle unas palabras melosas pero prefiero susurrárselas después. Chocamos los vasos y sonreímos en un brindis silencioso. Emma y Lars lavan los platos. Despatarrados sobre el piso, los niños dibujan con lápices de colores. Son las dos de la madrugada.
Las yanquis y Paralopus son los primeros en despedirse. Intercambiamos mails. Prometemos seguir en contacto. Saludan al resto y desaparecen por la puerta.
Olof se acerca: —Tengo la declaraciones de Wong y Hauna —dice y me extiende una carpeta. Recibo los papeles mirando su cara regordeta —la barba de dos días, se rasca el pelo corto— y pienso que si no fuera por este tipo quién sabe cómo terminaba el asunto: —Gracias —le estrecho la mano con fuerza.
—Mañana lo llamo —me dice mientras se calza el gorro y los guantes— Tengo novedades, una nueva pista sobre Arañita.
—Hecho, colega —contesto y lo saludo a la distancia con la mano.
Los niños vienen a despedirse: —Ya es hora de ir a la cama —anuncia Emma, nos agachamos para recibir los besos tiernos. Entonces Daniel le extiende un papel a Amadeo: —¿Es para mí? —pregunta y le tiembla la voz de la emoción. Daniel asiente con la cabeza. Me acerco a chusmear…






Ojalá
Mariposa blanca

Mariposa blanca

Sobre una mesa lateral hay fuentes con ensaladas y pescado al horno. Cada cual se sirve lo que quiere y comemos en la mesa central, al costado del hogar a leña que arde en chisporroteos anaranjados.
Estoy sentado frente a Monique, Amadeo a su derecha, al lado de los niños que no dejan de preguntarle cosas y hacerle morisquetas. Wiona, Paralopus y Melinda comen en silencio; en la cabecera, Olof acaba de terminar su plato y bebe cerveza flanqueado por Emma —está regañando a los niños— y Lars, el plato a medio comer, los codos apoyados sobre la mesa, las palmas sosteniendo el mentón.
Con el tenedor doy unos golpecitos a la copa de vino y el tintineo agudo acalla a todos. Me paro. Alzo la copa hacia la gente y arranco: —Propongo un brindis —no sé como seguir, se me atragantan las palabras; la imagen de Aki me ha tomado el corazón por asalto: capullo en flor, cuanta crueldad: —Propongo un brindis por la hospitalidad de Lars. Por la confianza ciega del colega Olof —me tiembla la voz, veo el cuerpo de la muchacha china echado sobre el piso: —Por la memoria y el descanso en paz de la joven Aki: Mariposa blanca, volaste al cielo lejos de tu hogar.
Contengo el llanto en la garganta. Todos asienten en silencio y alzan las copas. “Nobleza obliga”, pienso, mientras me acerco al griego y a las yanquis: —Me equivoqué con ustedes —lanzo la disculpa apretando los labios.
Paralopus acepta mi abrazo: —No es nada —contesta. Las yanquis me saludan con una sonrisa amable. Todos se han puesto de pie. Señalo a Amadeo: —Y por el olfato atento de mi amigo, único responsable del esclarecimiento de esta salvajada.
Estalla un aplauso que se prolonga y esa reacción espontánea de todos quiere ser festejo y exorcismo. Nos abrazamos. Con ese ritual queremos sacarnos de encima la locura, espantar a la muerte, borrar la maldad.
Los niños nos miran asombrados. No se han movido de su sitio. Veo a la pequeña Åsa, sus buclecitos rubios; y a Daniel, peinado taza, la boca abierta: abrazado a su hermanita, señala al padre. Lars lagrimea en un rincón, mirando el piso, el vaso de cerveza apretado entre las manos.

¿Es para mí?
Charla de café

Charla de café

lunes, marzo 27, 2006

Un cafecito caliente nos entibia, sentados en círculo, alrededor de una mesita ratona. Emma y los niños se han ido a la cocina. El fuego arde en el hogar.
Miro el termómetro: veintidós grados bajo cero; a través de la ventana adivino la nieve, el lago congelado, la sombra y el contorno de los pinos blancos. Miro al griego. Su perfil recto, el pelo crespo y largo; tiene puesta una camisa amarilla con un estampado de palmeras y bananas rojas, un par de botones desabrochados. Abraza a Wiona por sobre el hombro. Habla en inglés con Melinda.
—Disculpa —llamo la atención de Paralopus: —¿Por qué fingías no hablar inglés? Eso me tiene desconcertado.
El griego sonríe y besa a Wiona, se inclina hacia mí, apoya las manos sobre las pantorrillas: —Es largo de explicar —se endereza sobre el sillón, la frente alta: —Me resisto a hablar en inglés por principios. En Mikonos trabajaba con turistas. No tenía alternativa… también por amor puedo hacer una excepción —vuelve a besar a Wiona—. Es una forma de resistencia.
Melinda frunce el seño y habla con voz de pito: —No entiendo bien lo que dices, pero suena a terrorista. Wiona, tu chico me da miedo.
Wiona sale al cruce: —Sí. Mi Paralopus —le rodea la nuca con los brazos, lo mira a los ojos— me ha secuestrado el corazón —besa al griego largamente.
—Espero que no lo haga volar en mil pedazos —bromea Melinda.
—No estoy de acuerdo —opina Monique—. Su postura cierra toda posibilidad de diálogo.
—Charlemos de otra cosa —se enoja Melinda.
Quedamos en silencio. Paralopus se inclina hacia mí: —Pasemos a otro tema, entonces. Tengo una pregunta para hacerle —me mira a los ojos: —¿Qué diablos hacía esa cámara dentro del muñeco de nieve?
—Pregúntele a Amadeo —contesto—. Él le va a explicar mejor.
Amadeo está charlando con Lars pero cuando escucha su nombre se calla y nos mira. El griego repite la pregunta. Antes de empezar a hablar me interroga con la mirada, le hago un gesto afirmativo.
—Estamos persiguiendo a un ladrón. Por eso estamos acá con mi jefe.
—Eso ya me lo han contado. Pero: ¿Y la cámara? —retruca Paralopus.
Amadeo toma un sorbo de café: —Tenía miedo de que se apareciera en las noches. Mi jefe está publicando todo lo que hacemos por Internet. Yo no estoy de acuerdo con eso. Ya se lo dije. Me daba miedo que el Arañita leyera su cuaderno de notas. Con esa cámara espiaba de noche. Le había puesto un cable que iba por debajo de la nieve y había una pantallita escondida en el cobertizo. Me lo callé todo porque si llegaba a contárselo a Aristóbulo me iba a tratar de loco. Como siempre. ¿O no?
—Siempre es igual —contesto mirando a Paralopus y señalo a Amadeo—. Actúa por su cuenta y se manda tremendas macanas —hago un silencio—. Esta vez le salió bien de carambola —concedo.
Amadeo se regodea en su sillón, inflado del orgullo como un escuerzo. Daniel y Åsa vienen corriendo y se le tiran encima, lo tironean del brazo. Emma nos llama a comer.

Mariposa blanca
Parece que sonríe

Parece que sonríe

Con Monique y Amadeo somos los primeros en llegar a la cena en la cabaña. Lars nos recibe en la puerta con su esposa y sus dos hijos pequeños: “Gracias por venir”, ha dicho, “necesitaba que vengan”, me abraza con fuerza, saluda a Amadeo y a Monique con la mano. A su costado, Daniel y Åsa, nos estudian con sus ojitos azules, debajo de los flequillos rubios, los cachetes colorados. Nos saludan tímidamente, escondidos entre las piernas de Emma, la mujer de Lars, que nos dedica una sonrisa amable y un apretón de manos.
Miro hacia la casucha del sauna; dibujo en mi cabeza las ondulaciones blancas sobre el techo; la calidez fantasmal saliendo por la puerta abierta… “¿Entramos?”, propone Lars. Monique ha alzado a Daniel; la pequeña Åsa le habla a Amadeo y lo toma de la mano. A los diez minutos llegan Melinda, Wiona y Paralopus. Todavía nos estamos saludando con abrazos silenciosos, cargados de simpatía y respeto, cuando golpean la puerta.
Olof entra y se saca el gorro. Alza la vista y se nos queda mirando. De pie, en silencio, pestañea. Parece que sonríe, y en una mueca que es mezcla de orgullo velado y cariño, se frota el pelo corto como un abuelo enternecido frente a sus nietos revoltosos.

Charla de café
Siluetas coloridas

Siluetas coloridas

La cámara infrarroja ha grabado las imágenes de la noche fatídica. Basándose en las mínimas diferencias de temperatura, la cámara compone los contornos y rellena las figuras con colores según el calor que emiten: las partes más calientes, entre el blanco y el gris; las templadas, entre el anaranjado y el rojo; las más frías, entre el azul y el celeste.
La imagen se proyecta sobre la pantalla y cuesta, al principio, acostumbrarse a la extraña composición de colores. Arriba, a la izquierda, figuran la fecha y la hora de la filmación.

Date 17-03-06 Time 23:08:12
Dibujada en anaranjado con mezclas de rojo, se ve el contorno de la casucha del sauna. Sobre el techo, el aire caliente que sale por la chimenea ondula en blanco. El lago congelado, el sendero y los árboles, se contornean en la gama del celeste.

Date 17-03-06 Time 23:11:21
Siete siluetas anaranjadas salen de la casucha y vienen caminando hacia la pantalla. Los contornos de los cuerpos palpitan, en una mezcla que va del rojo al amarillo. Las siluetas de los cuerpos y la manera de andar permiten reconocer a cada persona: están Aki y Wong, Hauna, Melinda y Monique, Amadeo y yo. Avanzamos en hilera. Se escuchan gritos; una conversación confusa en inglés, chino y castellano. Se distingue el contorno del cuerpo de Wong lanzando una patada voladora. Las figuras se enredan en una mezcolanza indescifrable. Luego se alejan y salen de la imagen.

Date 18-03-06 Time 00:05:11
La imagen muestra la casucha a lo lejos con contornos anaranjados. El aire cálido que sale de la chimenea ya no es tan blanco como al principio, ahora ondula en contorsiones grises. No se los ve, pero se escuchan las voces de Wong y Aki que recitan, una y otra vez, un mismo canto en chino. Por el volumen se deduce que están muy cerca de la cámara. Debajo de la pantalla de cine, un visor digital muestra la traducción:
Maldije a la lluvia que azotando mi techo no me dejaba dormir.
Maldije al viento que me robaba las flores de mis jardines.
Pero tú llegaste y alabé a la lluvia. La alabé cuando te quitaste la túnica empapada.
Pero tú llegaste y alabé al viento, lo alabé porque apagó la lámpara.


La frase se repite constantemente. Las voces suben y bajan en un contrapunto delicado. El rezo es interrumpido por la voz de Amadeo que asegura saber cuál ha sido el problema con el sauna.
Se oyen festejos y risas. Luego las siluetas coloridas de Wong, Aki y Amadeo que se alejan hacia la casucha del lago. Caminan lentamente, en hilera, hasta que entran al sauna.

Date 18-03-06 Time 01:43:54
Se ve el contorno de la casucha; el aire caliente que sale por la chimenea ha vuelto a ser de un blanco inmaculado indicando que el calor ha aumentado dentro del sauna. La imagen se sostiene un minuto hasta que la puerta se abre de golpe y una silueta salta fuera. El calor que sale por la puerta emite unas ondulaciones blancas que parecen acariciar la silueta de Amadeo contorneada en anaranjado. Por los gestos se deduce que está hablando por teléfono celular. Charla unos dos minutos: se escucha un murmullo pero no se alcanzan a distinguir las palabras. Vuelve a entrar al sauna. Al minuto sale y viene caminando, rápido. Se detiene y mira a cámara. Saluda con la mano y desaparece de la imagen.

Date 18-03-06 Time 02:14:29
Se ve el contorno de la casucha. El aire caliente que sale por la chimenea sigue emitiendo ondulaciones blancas. De golpe se abre la puerta del sauna y Wong salta fuera. Cierra la puerta. Viene avanzando con paso lento hacia la cámara. Se tropieza y lanza unos gruñidos. Pasa de largo. La imagen del sauna, solitaria, se sostiene unos minutos. Entonces reaparece en escena la silueta de Wong ahora de espaldas, caminando por el sendero de vuelta hacia la casucha. Lo acompaña la silueta de Hauna; caminan a la par, apresurados; Wong lleva un objeto que tiene la forma de una botella y se contornea en azul en su mano izquierda. Los dos entran al sauna.

—¡Qué es esta broma pesada de dibujos animados! —grita Hauna en la oscuridad del cine. Dos policías se le acercan y lo invitan a sentarse. Wong se ha puesto de pie y lanza una andanada de gritos y frases incomprensibles. Sacude los brazos y se necesita la ayuda de varios uniformados para contenerlo.

En la pantalla la escena continúa: Nadie ha salido del sauna. A las dos y cincuenta la puerta se abre de golpe. Wong y Hauna corren por el sendero: Wong es más rápido, Hauna avanza a los tumbos. Vienen hacia la cámara. Pasan de largo y desaparecen de la imagen.

Hauna se ha vuelto a poner de pie en la oscuridad del cine, tartamudea: —Esto…, esto… —dos policías lo arrastran fuera de la butaca. Se resiste. Wong, en cambio, se deja llevar del brazo, los hombros caídos, mira el piso y gimotea como un perro herido.
Cuando Hauna pasa frente a mí, forcejea y se saca a los policías de encima. Se me viene al humo. Me paro y lo cuerpeo, está rojo como un tomate. Los policías lo vuelven a agarrar y se lo llevan. De espaldas, escoltado por los policías, va desapareciendo en la penumbra del cine y la sombra de su silueta se confunde con la silueta de Lars sobre la pantalla, anaranjada, palpitante, que avanza con paso lento hacia el sauna. El reloj marca las cuatro y media de la madrugada cuando entra. Al minuto salta fuera: el aire caliente que sale del sauna dibuja ondulaciones blancas que parecen dedos, o tules finos que se agitan con el viento.

Parece que sonríe
Una reverencia

Una reverencia

Al mediodía, antes de salir de la cama, leo la declaración de Amadeo; me visto y al rato avanzo por el pasillo hacia la sala de proyecciones, con paso decidido, del brazo de Monique, entre los flashes de las cámaras y las preguntas que los periodistas lanzan al aire como moscas. Saludo a la multitud con la mano. Entramos a la sala.
Es un cine chico, con unas veinte filas de butacas de pana gris. En la del fondo está Amadeo, escoltado por dos policías: aunque tiene las manos esposadas, alza los brazos para saludarme. Está sonriendo como un nene grande, la sonrisa buena, alegre de volver a verme. Le sonrío con ganas y alzó los brazos.
Las tres primeras filas están ocupadas por inspectores, peritos, oficiales. Olof nos invita a sentarnos a su lado. Nos acomodamos en los asientos. Miro hacia atrás. Tres butacas más allá se encuentran Hauna y Melinda; detrás, Paralopus y Wiona.
“¿Cuál es el programa?”, ironiza Wiona, “¿Intriga internacional? ¿La noche de las narices frías?”; “Este cine es un desastre”, se queja Melinda, “no he podido comprar palomitas de maiz”; “¿Qué es esta fantochada de cinematógrafo?”, grita el belga, señalándome con ira, “¡siempre dije que esos dos eran los culpables!”. No le contesto, seguro de mi victoria, el ancho de espadas en la manga. “¡Yo no fui!”, alcanza a gritar Amadeo antes de que el policía pegue un grito llamando al orden sobre la mezcolanza de gritos que se ha hecho.
El silencio sepulcral coincide con la aparición de Wong. Escoltado por dos médicos de traje blanco avanza con la mirada perdida, retacón y flacucho, como borracho. Todos nos ponemos de pie de manera automática en una especie de reverencia litúrgica. Se sienta en la primera fila, en la punta más alejada, rodeado por médicos y policías. Recién entonces volvemos a sentarnos. Se hace la oscuridad. Y el proyector lanza su luz sobre la pantalla blanca.

Siluetas coloridas
El golem de nieve

El golem de nieve

domingo, marzo 26, 2006

Tras una curva pronunciada salimos del bosque; el lago congelado nos sorprende con su inmensidad blanca y su cielo abierto como si desde una capillita oscura hubiéramos salido a pleno día. Es noche cerrada y las nubes cubren el cielo por completo.
El haz de luz del farol rebota contra el hielo desnudo. El llano total del terreno me permite acelerar al máximo; entonces empiezo a sentir la presencia del agua bajo nuestros pies, debajo del metro de hielo. Y aunque sé que es imposible que se quiebre esta corteza helada, la idea es especialmente aterradora cuando estamos en medio del lago.
Me parece ver algo que se mueve a lo lejos; la sombra de un animal con forma de caballo desaparece al galope; Monique grita y señala con el brazo hacia la derecha. Giro y alumbro en esa dirección: la casucha de madera del sauna se alza sobre el lago congelado como una presencia imposible: alumbrada por la luz del farol se agranda a medida que nos acercamos. Apago el motor. El silencio que se ha creado me exaspera: tengo el ronroneo del motor grabado en la cabeza.
Estamos a oscuras aunque una luz débil parece surgir de la nieve. Prendo la linterna. Tomamos el sendero que se aleja del lago hacia la cabaña. “Los han dejado en libertad, aunque todavía no pueden salir del país”, me comenta Monique. “Quiero asegurarme de que no haya alguien dentro”, contesto y entramos a la cabaña oscura. Con la linterna alumbro los muebles cubiertos por plásticos negros. Luego de recorrer el living, la cocina y el baño, el silencio de la casa se quiebra con nuestros pasos en la escalera. Luego de comprobar que la segunda planta también está vacía, salimos y nos paramos frente a Popi. Con el círculo de luz de la linterna voy recorriendo su cuerpo deforme: El pie derecho es más bien una pelota de un metro de diámetro; el izquierdo, un cuadrado, con cuatro ramas dispares encastradas al frente que pretenden ser los dedos; las piernas son una prolongación que no se distingue del resto del cuerpo: a modo de lavarropas con pies, el torso cilíndrico se eleva, unos cuatro metros; no tiene brazos. En la cabeza es dónde Amadeo parece haber concentrado todo su arte: una boca enorme, tallada, sonríe con unos dientes de pequeñas piedras desperdigadas en el hueco; una zanahoria hace las veces de nariz y sobre la cabeza, unas ramas de pino clavadas dan la impresión de ser frondosos pelos parados. Los ojos son dos bóvedas negras, cavadas en la cara.
El cuerpo está orientado hacia la casucha del sauna que se alza a unos diez metros de allí, y es cierto que “Popi vio todo”, como escribió Amadeo, pero no creo que este golem de nieve vaya a decirme una palabra.
Monique recorre el monstruo con ojos curiosos. Se ha arrodillado a recoger una rama que yace a un costado, cerca del pie izquierdo. Alumbro otra vez los ojos y ya estoy por mover la luz de la linterna hacia la boca cuando reconozco algo extraño en la forma en que la luz rebota en el hueco del ojo izquierdo. “¿Ves algo raro ahí?”, los dos contemplamos en silencio: es como si en lugar de meterse dentro del hueco, la luz se transformara en una pequeña pupila vidriada.
Entramos a la cabaña y entre los dos cargamos una mesa que ubicamos frente a Popi. Me trepo y quedo a la altura de su cara. Alumbro de lleno la cavidad; meto el dedo y siento una superficie dura. A medida que aparto la nieve con cuidado va surgiendo un objeto negro. “¿Qué es?”, pregunta Monique desde abajo. No hace falta que conteste: saco los últimos restos de nieve, alzo la pequeña cámara y se la enseño. Dirijo el lente hacia ella: en la pantallita digital veo el rostro desencajado de Monique, se lleva las manos a la boca; debajo de su imagen, en caracteres digitales, aparecen el día y la hora.

Una reverencia
Un ronroneo en el bosque

Un ronroneo en el bosque

El artefacto avanza con suavidad sobre la nieve, como si flotara. La luz potente del foco me va mostrando el camino en la oscuridad del bosque. Siento el cuerpo de Monique apretado con fuerza a mi espalda.
El sendero serpentea entre los árboles, es angosto pero fácil de seguir: las marcas de otras motos me van guiando; el viento helado sólo me enfría los cachetes —los siento duros como piedra—, el resto del cuerpo es un calor agradable gracias al traje, el gorro, las antiparras y los guantes.
Acelero en las rectas y luego de agarrar dos o tres lomas le tomo el gustito a los saltos en el aire. Cuando hay cuestas empinadas acelero al máximo; el motor es potente y la moto sube despacio pero firme; en las bajadas, suelto el acelerador y me prendo al freno.
Los troncos de los pinos, hundidos en metros de nieve, pasan a los costados como sombras fugaces; sólo se ven las copas que aparecen un segundo y luego se van. La primera encrucijada me toma de sorpresa: el giro es brusco, la moto se ladea y por poco nos pegamos contra un pino; inclinamos el torso hacia la derecha, todo el cuerpo fuera de la moto y recobramos el equilibrio; acelero; avanzamos por una recta sin lomas, “¿cómo estás?”, le pregunto a Monique, girando la cabeza un segundo. “Todo bien”, la voz me llega apenas sobre el estruendo del motor que ya se ha convertido en parte del paisaje. La recta se prolonga y de pronto el sendero vuelve a bifurcarse. Esta vez giro sin problemas y entramos en una parte sinuosa que me obliga a aminorar la marcha para tomar cada curva; cada vez que vuelvo a acelerar ya hay una curva nueva: el rugido del motor sube y baja en un ronroneo quejoso.

El Golem de nieve
Con lo puesto

Con lo puesto

Recorro la moto con la luz de la linterna: de color negro metalizado con guardas rojas; en lugar de ruedas tiene esquíes; sobre el asiento ancho y alargado hay dos trajes azules con tiras fosforescentes en el pecho —parecen trajes de astronautas, forrados por dentro con una especie de corderito negro—; dos antiparras cuelgan del manubrio.
Nos metemos dentro de los trajes con la ropa puesta, primero las piernas, luego los brazos; el cierre relámpago que va desde la entrepierna hasta el cuello sella el mameluco. “La cuestión es llegar a la cabaña, después veremos como sigue este asunto”, le digo a Monique más que nada para intentar tranquilizarla. Me mira y entre el desconcierto me suelta una sonrisa: “Parece que fueras a subirte a una nave espacial”. Nos calzamos las antiparras y los guantes. Subo a la moto. Monique se sube detrás, se abraza a mi cintura. El motor ruge con fuerza cada vez que hago girar el acelerador. En el tablero, unos indicadores digitales marcan el nivel de combustible y la velocidad. Un cuadrado luminoso marca la temperatura y la hora: veinte grados bajo cero; las cuatro de la madrugada.
Me tanteo el pecho de manera instintiva, pero me falta el arma: “Hay que arreglárselas con lo puesto”, pienso. Hago girar el manubrio un poco más y nos deslizamos fuera del cobertizo hacia el sendero nevado.

Un ronroneo en el bosque
Sin sentido

Sin sentido

“¿Qué pasa acá?, ¿dónde vamos?”, lanzo la pregunta al aire, miro a Monique. “Olof me ha enviado para ayudarte”, tiene los brazos cruzados sobre la campera roja, el rostro tenso, a la defensiva. Le acaricio la mejilla. Se distiende y sonríe. “No estamos para arrumacos”, protesta Lars, “esta puede ser su última oportunidad”, nos zarandeamos en una curva pronunciada, Lars maldice en sueco y me mira un segundo: “Debo estar loco para meterme en estos líos”, vuelve a concentrar la vista en el camino. Rezonga: “Hace una hora estaba durmiendo, mañana debo trabajar, como todos los días”. “Olof me dijo que recurra a usted”, se disculpa Monique, “le pagaremos la gasolina y un dinero por la molestia”. Lars sacude la cabeza, volantea y detiene el auto de golpe. Los faroles alumbran un cobertizo de madera que se adivina entre los árboles.
“Hasta aquí llego. Bajen”. Lars avanza dando largas zancadas. Lo seguimos de cerca hundiendo los pies en la nieve blanda. Cuesta avanzar. Lars enciende una linterna frente a la puerta del cobertizo y la abre hacia fuera.
“¿Anduvo alguna vez en una de estas preciosuras?”: una moto de nieve surge en la oscuridad, alumbrada por el haz de luz de la linterna. Niego con la cabeza. “No importa, es como si anduviera sola”, comenta y avanza hacia el artefacto.
Sostengo la linterna mientras Lars me explica el funcionamiento del aparato. Con un movimiento enérgico hace girar la llave y aprieta un botón rojo. Un estruendo de motosierra inunda el ambiente oscuro junto con un fuerte olor a gasolina. “Paremos un segundo la mano”, protesto, zarandeo la linterna buscando el rostro de Monique, “¿a dónde se supone que vamos?”. Monique se protege de la luz con la mano, rebusca en los bolsillos de su camperón; saca una hoja de papel y me la extiende: “Amadeo alcanzó a darle esto a Olof. Es una nota para ti. Parece que está en clave”.
Tomo la hoja y la alumbro con la linterna: es un formulario pre-impreso de la policía, doy vuelta el papel: allí está lo que Amadeo ha escrito; las letras tienen un trazo grueso y débil: “POPI VIO TODO”.
“¿Qué significa?”, pregunta Monique, escucho su pregunta lejana sobre el estruendo del motor. Apenas alcanzo a escuchar la despedida de Lars: “sigan el sendero angosto a través del bosque, doblen siempre hacia la derecha. No hay forma de perderse. Cuando salgan del bosque estarán sobre el lago congelado. La cabaña está en la orilla opuesta”. Siento que tengo que preguntarle algo, pero no alcanzo a reaccionar. Alumbro los rincones del cobertizo sin pensar en lo que hago, como si buscara alguna respuesta a esta locura enorme. Monique me mira, esperando una contestación, los brazos cruzados, “tranquila, todo va a salir bien”, trato de calmarla pero no me creo las palabras. “Popi vio todo”, pienso y la abrazo en la oscuridad; la luz de la linterna proyecta un círculo en el piso de tierra y alumbra nuestros zapatones negros, húmedos por la nieve.

Con lo puesto
En mitad de la noche

En mitad de la noche

sábado, marzo 25, 2006

La indignación y la bronca me han devuelto el alma al cuerpo. Paso la tarde custodiado por el policía que no me quita el ojo de encima. La enfermera me sirve la cena a las seis: un plato con pescado al horno y papas. El policía se come un tremendo estofado mientras yo como con desgano y pienso en Monique. Necesito hablar con ella, con Amadeo, que me cuente lo que ha visto aquella noche antes de irse. Necesito escapar.
Termino el plato y bebo agua de la botella de plástico. El picado de viruela sale a caminar por el pasillo.
Me levanto de un salto. Trato de abrir la ventana, pero está trabada. Se abre la puerta y entra el doctor. Me mira un segundo y me señala la cama. Atrás aparece el policía. El doctor me toma el pulso, anota cosas en un papel y se va sin decir palabra. El policía se sienta en su silla, los pies sobre la cama. Prendo la tele.
En el noticiero aparece una foto de Amadeo, un locutor habla con tono solemne. “Qué dice”, le pregunto al policía. El gandul levanta los ojos con desgano, me mira fijo, sosteniendo la mirada en silencio; vuelvo a preguntarle, no contesta. “Andate a la reconcha de tu madre”, le digo en perfecto castellano y estoy seguro de que entendió el mensaje porque se levanta, cierra la puerta, y luego de forcejear asegura mi muñeca a la cama con una esposa. Apaga la luz y la tele y se tira a dormir en un catre en una esquina. La noche se me hace interminable. No tengo sueño. El tipo ronca como una motosierra.
En medio de la noche, la puerta se entorna lentamente. La luz del pasillo se mete en la pieza, apenas un segundo y la puerta vuelve a cerrarse.
Una figura avanza sigilosa y se detiene: reconozco el pelo de Monique, el perfil de su cara; conteniendo las ganas de pegar un grito le señalo al policía que sigue roncando. Toma las llaves de la mesa y libera las esposas; salimos hacia la oscuridad del pasillo; luego, a la escalera de emergencia, a la calle, a un auto rojo que nos espera en la esquina. Lars está al volante: “Vamos por el bosque, es la única forma de que no nos encuentren”, comenta; el auto gira hacia un sendero nevado que se pierde en la oscuridad, y es como si nos hubieran tragado los árboles y las sombras de una noche nublada.

Sin sentido
Algo tengo que inventar

Algo tengo que inventar

Abro los ojos: veo un cielo raso blanco, de paneles rectangulares, separados por unas finas varas de metal. Estoy en un cuarto pequeño, las paredes pintadas de amarillo. Siento un cuchicheo en sueco a mi costado.
El policía de la cara picada de viruela habla a través de un handy. Me siento adormecido, sedado. Muevo los dedos de las manos, de los pies, un poco la cabeza; lo hago por instinto, para ver si el cuerpo me responde. Tengo una manguerita de plástico enchufada al brazo izquierdo. “Ya viene Olof. Todo está bien. Se desmayó”, informa el policía. Lo veo como a través de un velo de luz blanca.
Detrás, colgando de la pared, una foto enmarcada muestra a una mujer joven de pelo rubio, brillante, con una pollera con florcitas: camina por un sendero en el campo, lleva un ramo de flores azules apretado contra el pecho, abajo dice Sommarblommor (flores de verano); en la pared opuesta, el retrato de un señor mayor, la nariz gorda y redonda, carga un azadón al hombro, viste un enterito de jean, las manos grandotas, la mirada endurecida por el trabajo del campo.
Se abre la puerta.
Aparece Olof y al mismo tiempo desaparece el policía. Se sienta en una silla al costado de la cama. No me mira. Se rasca el pelo rubio. “Lo tienen a Amadeo”, anuncia, “está su foto en todos los periódicos. Mire”. Lanza un diario sobre la cama. No entiendo una palabra de lo que dice la nota pero se cae de maduro que estamos en problemas. “Se supone que usted también está detenido”. Revoleo el diario contra la foto del campesino y puteo con ganas, me descargo pegándole al respaldo de la cama con la mano libre.
“Póngase en contacto con Interpol Latina”, rezongo, “hable con mis superiores”. “Ya lo hice”, sale al cruce Olof, “por ahora hay que aguardar a que bajen las aguas, ganar tiempo”. “Mire colega, estoy hasta los huevos de como vienen manejando el asunto: mucha corrección, pero a la hora de los bifes, acá es la misma mierda”, estoy gritando, me sacudo sobre el colchón. Alarmado por mis gritos, el policía asoma por la puerta. Olof le hace una seña para tranquilizarlo. “Aristóbulo”, arranca, con tono calmado, “estamos del mismo lado. Entiendo lo que usted dice y lamento que se haya desilusionado. Hay algo que tiene que entender. Yo estoy de su lado. Cálmese. Es la única opción que tiene”. “Cuando alguien te dice que es la ´única opción´ es que te quiere cagar”, retruco, “siempre hay más opciones”, concluyo. “¿A ver? ¿Cuáles son esas opciones?”, me desafía con la pregunta. “No se las voy a decir. He perdido la confianza. Quiero hacer mi llamada. Quiero hablar con mi abogado”, Olof se rasca el pelo corto, mira el piso. “Entiendo”, concluye, “no lo culpo”. Se levanta: “no haga ninguna locura. Lo llamaré más tarde”, anuncia, antes de desaparecer por la puerta.
El picado de viruela aparece en escena. Me alcanza un teléfono celular. Recoge el diario del piso y se sienta en la silla a leer. Hablo con mi abogado en Barcelona: Olof ya ha hablado con él, me pide que me calme, que siga las instrucciones de Olof, ya hay una persona actuando en mi nombre. A lo sumo en dos días estaremos libres. El llamado me calma un poco. La cabeza me da vueltas como un trompo. Me siento atrapado en esa cama, loco de ansiedad…

En mitad de la noche
Todo empieza a borronearse

Todo empieza a borronearse

Lars me despierta con su vozarrón amable: “¿Se siente bien?”, junto con la voz me llega el olor a café. Levanto la cabeza. Me duele la mandíbula: he dormido con el mentón apoyado contra la mesa de madera.
Lars deja el termo y las bandejas con comida en la cocina. “¿Sabe algo de Olof?”, pregunto mientras me masajeo la cara, “me comentaron que se llevó a Monique”. Lars acaba de encender la luz. Pestañeo, molesto por el resplandor que ha invadido la oscuridad del ambiente. “Nunca me lo hubiera imaginado”, se lamenta, la mirada fija en el piso, juguetea con el pie, “esa mujer…”, sirve dos tazones de café, “parece que tiene problemas…”: hace girar el dedo índice alrededor de la oreja. El pelo blanco de Lars, como una mala profecía, es más blanco que nunca esa mañana. Se toma el café de un sólo trago y continúa: “Parece que esa muchacha estuvo internada en su país. La han llevado para una pericia psiquiátrica”. Me atraganto con el café. Lars se levanta y me palmea la espalda. “Debo irme. Hoy tengo una visita guiada al Hotel de Hielo. Un contingente de turistas. Buen dinero”, se calza el gorro y los guantes. “Cuídese”, se despide con un gesto y desaparece en la madrugada oscura.
Siento el chasquido sordo de la puerta y todo empieza a borronearse.

Algo tengo que inventar
Nada tendría sentido

Nada tendría sentido

viernes, marzo 24, 2006

Nos despedimos en el rellano de la escalera con un beso tierno, lleno de complicidad silenciosa. Duermo hasta el mediodía. Desayuno solo.
En el living, Paralopus y Wiona juegan a las cartas; Melinda se cepilla las uñas. “Qué tarde se ha levantado hoy” insinúa Wiona, sin levantar la vista de las cartas. “También la francesita” aporta Melinda con tono malicioso, “Olof tuvo que esperarla un buen rato para charlar con ella”.
“¿Charlar con ella? Si ya le había tomado declaración ayer”, me sorprendo, la pregunta me sale sola.
“Tal parece que había detalles que aclarar. Se la ha llevado en el patrullero”, informa Wiona y me mira, “no me sorprendería que esa mosquita muerta fuera la asesina”, me sonríe, con malicia, y vuelve a las cartas. Me trago el odio, escondo la confusión. Para despistar tomo el café y subo la escalera. Melinda me mira de reojo; Paralopus canturrea una melodía tonta, balbucea unas palabras en griego y los tres ríen a carcajadas.
Atravieso la habitación vacía y salgo al balcón. La cabeza me da vueltas. A lo lejos distingo la figura solitaria de Hauna: pesca, sentado sobre una piel de reno sobre el lago congelado. Popi sigue en su sitio y pienso que su figura blanca y deforme es lo único que ha permanecido intacto en esta mezcolanza delirante a orillas del lago.
No puedo digerir qué Olof se haya llevado a Monique, no tiene sentido. Me baja la sangre a los pies. Desinflado, me apoyo en la baranda, hay una duda mala y filosa que se me clava como una espina en el costado. No puede ser Monique. No ella. No tiene sentido. Pero la duda ya clavó su aguijón venenoso, va creciendo en algún lado, va subiendo. El resto de la tarde soy un fantasma que flota por la pieza. Hauna se sorprende al verme en la cama tan temprano. Hace un comentario sobre el tiempo al que contesto con un gruñido amable. Bajo a cenar cuando ya todos duermen. Atontado, escribo estupideces en el cuaderno, frases sueltas; Monique no ha vuelto, tampoco hay noticias de Olof. Me quedo dormido sobre la mesa del living, la cabeza inútil de tanto pensar.

Todo empieza a borronearse
El roce con su cuerpo

El roce con su cuerpo

Dentro de la casucha del sauna las caricias de Monique se prolongan sobre el piso de madera; mirada contra mirada, enfrentamos el frío del ambiente oscuro. Encendemos la salamandra. Las manos tomadas, boca arriba, envueltos por el calor que va tomando el aire. Nos contamos nuestra vida resumida en una noche en vela, hablamos con voz queda lagrimeando como dos criaturas. Hasta que el sol opaco aparece en la ventana y nos vamos despidiendo de la noche, postergando ese encuentro con el mundo que va a arrancarnos del rejunte de emociones, de ese pelo que ahora se esconde bajo el gorro, de esa campera roja a cuadros, de esa puerta traicionera que se abre y nos escupe hacia el lago congelado.

Nada tendría sentido
La voz de mi hermano

La voz de mi hermano

He encendido el fogón cerca de la casucha de madera. Mateo en silencio, sentado frente al lago congelado. Estiro las manos sobre el fuego. Muevo la pava entre las brasas. Me cebo un mate. El cielo despejado promete una nueva sesión de luces; por lo pronto sólo hay estrellas y una luna menguante en el centro del cielo. Cierro los ojos. El recuerdo de la voz de mi hermano es tan vívido —su manera de hablar desordenada, cantarina, sacudiendo las manos—; siento su presencia a mi costado; me resisto a abrir los ojos y encontrar el espacio vacío. Aprieto los párpados con fuerza. Aguanto el llanto… “¿Se siente bien?”; abro los ojos de golpe. En el borde opuesto del asiento largo, enfundada en una campera enorme, con gorro de lana y guantes negros, Monique me mira expectante.
“Estoy bien, gracias”, nos miramos un segundo. Fija la vista en el fuego y observo su rostro de perfil, la curva del mentón, los ojos verdes de muñeca brava relampagueando con las llamas: “Lo que dijo el otro día sobre los escritores me hizo acordar a mi hermano”, comento, después de un largo silencio, “. Me hizo acordar a él”.
Miramos el fuego en silencio. Monique se va deslizando sobre el asiento hasta quedar a mi lado. El calor del fuego nos envuelve y nos aísla del frío que surge desde el lago congelado: “Soy detective”, confieso, sin mirarla, “confío en su silencio. La he observado, es usted una mujer muy especial”. Me sonríe y contesta: “Gracias por la confianza. Algo intuía en su rostro, algo que no encajaba”. Aliviado por la confesión me siento más cerca de ella. Ha aceptado mi identidad con tanta naturalidad que prefiero no hablar más sobre el tema. Volvemos al silencio, a las miradas atraídas por el fuego.
“Mi hermano era dos años mayor. Tenía veinticuatro cuando se lo llevaron. Ese mismo día yo juraba en mi ingreso a la policía”. Monique me abraza sin pensarlo y este gesto me da fuerzas para seguir hablando: “De chicos, mi vieja nos hablaba de ayudar a los pobres; mi viejo, del respeto al orden. Él lo entregó. La traición de mi viejo me explotó en la cabeza. Me borré a Corrientes, a lo de unos amigos de la infancia. Vivía como un ciruja en un pueblito perdido en los esteros. Me puse en contacto con un amigo de mi hermano: no sabían nada de él. A los pocos días cayeron cinco de sus amigos en mi casa. Escapaban. Estaban desesperados; a tal punto que confiaron en mí, sabían de mi crisis, llegaron cuando no les quedaba otra opción. Se la jugaron. Los ayudé en lo que pude. Con ellos empecé a entenderlo. En cada golpe en la puerta en medio de la noche esperaba su abrazo. Nunca llegó ese abrazo. Siempre me voy a sentir culpable de su muerte”, tiemblo como una hoja en los brazos de Monique, es la primera vez que he dicho que mi hermano ha muerto. No sé si Monique ha entendido algo de lo que he dicho, pero me sigue acariciando el pelo, lagrimea; la miro a los ojos, la sonrisa plena. Nos abrazamos con fuerza. “No ha sido tu culpa” me regala Monique la frase certera, llena de piedad; y mientras miro el fuego con ojos desorbitados, y la voz de mi hermano vuelve a surgir entre las brasas, me gustaría sentir que lo que ha dicho Monique es cierto; me gustaría hablar con él, decirle tantas cosas.

El roce con su cuerpo
Llegará la noche

Llegará la noche

jueves, marzo 23, 2006

Por la tarde, acodados en el balcón, Olof me comenta por lo bajo que ya hay una docena de peritos rastrillando la zona con sabuesos. Nada se ha encontrado todavía. “Hay que esperar”, agrega; aunque apuesta por mi hipótesis, seguirá tomando declaraciones. Faltan Monique y Melinda; sospechamos que esta última también participó, al menos como cómplice; seguramente, viendo que nada raro sucediera dentro de la casa cuando Paralopus y Wiona venían a cometer el crimen. Antes de despedirse, Olof me cuenta que charló con Lars en la mañana: la noche del asesinato cenó con su familia en su casa; vive en un paraje a ocho kilómetros de la cabaña. No hay posibilidad material de que haya participado en el hecho: hay filmaciones de la policía que lo muestran manejando por la ruta hacia su casa, y luego, a las cuatro de la madrugada, cuando viene hacia la cabaña a traernos la comida.
Ya está oscureciendo cuando Monique entra con Olof al sauna, luego Melinda. El griego y la porrista no han salido de la pieza en todo el día. Hauna ha leído un rato, luego se ha distraído reparando el inodoro.
Paso la tarde en el living, cerca del fuego del hogar, tomando notas, preparándome para la vigilia nocturna: llegará la noche y esperaré que se hagan las doce, apartado de todos.

La voz de mi hermano
Lo imposible

Lo imposible

Bajo la escalera y en la cocina ya están desayunando Hauna y Monique. Conversamos de cosas triviales: del tiempo, la nieve, de la comida de Lars, sus ricos guisos y estofados de reno. Evitamos el tema del asesinato de forma deliberada, como si nunca hubiera sucedido. Charlamos despreocupadamente y eso hace que el asesinato esté latente entre nosotros; algo que no miramos, pero que nos taladra la nuca, algo de lo que no se habla, pero que palpita en nuestras bocas en cada sílaba. Noto el patético contraste en el momento en que Monique evoca entusiasmada la noche en que vimos la Aurora boreal. Me aparto de la charla, aunque sigo compartiendo la mesa, la mirada perdida en la taza de café.
Cada año, cuando se acerca esta fecha, pasa algo que me descoloca. Aunque ya me he acostumbrado a esta increíble “casualidad”, no dejo de asombrarme; con precisión pasmosa, cuando se acerca el día del cumpleaños de mi hermano, algo importante sucede en mi entorno: una muerte, una mudanza, a veces una ruptura, un quiebre con algo; otras veces, algo que comienza o un encuentro inexplicable. Siempre.
Cada vez que llamo a mi madre, algo en mí sigue esperando que me diga lo imposible: casi puedo oírla, su voz quebrada de emoción, ya vieja. Pero a veces atiende mi padre y entonces corto, de un golpe; otras veces, me quedo escuchando su voz gruesa, ya gastada: “Hola, hola, ¿quién es ahí?, hola...”, se calla entonces el viejo, se queda callado, no cuelga, y el auricular me tiembla. Sabe que soy yo. Con ese silencio lo saludo. Es lo más que me permite el odio que me separa de él. Mientras en el auricular mi viejo respira y calla, espero que su voz ya vieja diga que se ha arrepentido de la traición... “Hey Aristóbulo, qué opina usted de las sopas guisadas de Lars. ¿Verdad que son increíbles?”, Hauna me trae de vuelta a la pieza. Asiento sin una palabra. Me disculpo y salgo de la casa.

Llegará la noche
Agua negra

Agua negra

miércoles, marzo 22, 2006

Luego del almuerzo aparece Olof. A través de la ventana lo veo venir por el sendero nevado; gigantón encorvado, el paso bamboleante, se rasca el pelo corto y rubio, casi blanco. Irrumpe en el living: “Aristóbulo García, su turno para declarar”, la parodia le sale tan bien que me siento intimidado por el tono marcial. Caminamos en silencio hacia la casucha del sauna.
“Todo se complica”, se lamenta con tono doliente sin levantar la vista del piso, “Amadeo llamó a la seccional Kiruna, pidió hablar con usted. Le ha dicho al comisario que no entiende por qué no seguimos con el Operativo Araña Congelada” —el nombre de Arañita me ha sonado lejano, casi desconocido—; tengo los ojos clavados en el cuadrado de agua donde se ahogara la muchacha.
“El comisario le fue sacando datos. Lo están buscando, es cuestión de horas. Se nos acaba el tiempo”. Levanto la vista y lo corto en seco: “Tengo una explicación para esta salvajada”, el gigantón me mira, impertérrito.
“Según ha declarado el guía de la agencia de turismo, dejó a Paralopus y Wiona a las seis de la tarde en un lugar a cinco kilómetros de aquí, en una tienda de campaña, con provisiones para la noche. Los fue a buscar en trineo, al mismo lugar, a las once de la mañana del día siguiente”, me detengo un segundo; Olof aguarda, expectante: “El asesinato fue a las tres menos diez de la madrugada. Tuvieron tiempo de sobra para hacer el trayecto a pie, asesinar a la chica y volver a la tienda”.
“Lindo cuento”, interrumpe Olof, “lástima que no tiene sentido: para qué querrían asesinarla esos dos”. “El chino” replico. Olof sacude los brazos y arremete, los cachetes más colorados que nunca: “¡Está desvariando, Aristóbulo! Wong también ha sido atacado y ahora mismo sigue en el hospital. Casi muere por el exceso de cloroformo”.
“Patrañas para distraer la atención”, lo corto en seco, “un crimen por encargo. Para que no se dude del chino, acuerdan que el griego y la porrista lo dopen junto con su esposa. El guía que recoge a la pareja en la mañana les sirve de coartada. En unos meses, cuando todo pase, el chino les paga el trabajo. Todos contentos”, Olof se masajea el mentón como si hubiera recibido un cross a la mandíbula.
“Es evidente que Wiona y Paralopus se conocían de antes. El griego finge no hablar inglés, ¿sabía usted eso?”, pregunto. Olof levanta la vista de golpe y me mira extrañado; al instante vuelve a mirar el piso, el ceño fruncido. “Detalle macabro: ya dentro del sauna, con la muchacha dormida, Paralopus da rienda suelta a sus instintos. Luego la ahoga. La pelea de los chinos con Amadeo y su posterior ausencia no estaban en el plan, pero vinieron a tenderles una mano extra para desviar la atención”; Olof sigue con la vista fija en el piso: “Lo que necesitamos ahora son pruebas, huellas de la caminata, algún indicio en el trayecto” agrego, para soltarle la lengua y espero su reacción. Medita en silencio. Al rato se levanta: “Ha nevado bastante, las huellas se borran” concluye y mueve apenas la comisura del labio en una sonrisa velada: “Es cierto que el griego finge no hablar inglés”, me informa desde la puerta, “en Mikonos trabajaba con turistas extranjeros. El dato nos ha llegado recién hoy desde Grecia. Era mi principal sospechoso”, admite, “el único del grupo con antecedentes penales”; se despide con una leve inclinación del torso y cierra la puerta.
La luz difusa del atardecer nublado entra por la ventana pequeña iluminando apenas los largos asientos adosados a la pared. Dibujo con la mente el cuerpo de Aki y ahora me acompaña su fantasma arrodillado. El cuadrado de agua negra, quieta, parece la pupila vigilante de un ojo deforme.

Lo imposible
Un artista

Un artista

Me he levantado de madrugada: necesito estar sólo; ordenar mi cabeza. Lars entra a la cabaña y se sorprende al verme mateando a esa hora. Deja las bandejas con la comida y cruzamos unas palabras cordiales en voz baja. Vuelvo a quedar solo, alumbrado por dos velas; me gusta trabajar así, la luz viva me acompaña.
Miro mi celular apagado: he desconectado el artefacto desde el principio para evitar posibles llamados de Amadeo seguro de que el teléfono estará intervenido.
A la luz de las velas, me cebo un mate cada tanto mientras estudio los papeles que me ha pasado Olof. Lo primero es la declaración de Hauna: me parece sincero, el típico turista que no quiere líos. Lo que me llama la atención es que no haya hecho referencia a su proyecto de los Encajes de Bruselas en Laponia.
Caliento agua y cambio la yerba. Son las cinco de la madrugada. Afuera sigue oscuro. Vuelvo a la mesa con el matecito humeante. Leo la declaración de Wiona y Paralopus: la patraña sobre el idioma no hace más que alimentar mis sospechas.
Los indicios se entrechocan en mi cabeza y algo empieza a crecerme por adentro; un algo todavía difuso se me presenta como una sombra, se perfila, quiere tomar cuerpo; lo persigo: por momentos son mis pensamientos los que marcan el rumbo, por momentos mi inconciente irrumpe con una idea alocada. Y cuando por fin abro los ojos, es como si hubiera vuelto al mundo de muy lejos, empapado de algo que es mío y a la vez no me pertenece. Ya no estoy sólo: he parido una hipótesis y ahora todo me parece tan claro, tan obvio... Sólo resta buscar las pruebas que confirmen la existencia de mi criatura, de la misma forma que el llanto da cuenta de la existencia de un recién nacido, de la misma forma que un libro impreso es prueba de la historia que contiene… Las llamas de las velas tiemblan sobre la mesa, la luz del día asoma en la ventana.

Agua negra
Latigazos de plasma

Latigazos de plasma

martes, marzo 21, 2006

Apoyado en la baranda del balcón, veo un fuego que arde a lo lejos: las llamas zigzaguean en la noche como un enjambre de culebras rojas. Serán las diez.
La voz gruesa de Lars me llega desde el piso de abajo; anuncia: “He encendido un fuego. La noche es propicia para la Aurora boreal. Haremos guardia. Hay café caliente”. Se oyen movimientos, cierto festejo apagado, pasos en la escalera. Hauna sale al balcón a contarme la novedad. Está entusiasmado: “De algo habrá servido toda esta patraña”, la papada le bailotea mientras me habla. Escucho la réplica de Melinda desde la pieza de al lado; dice que va a quedarse en la cabaña; no tiene ánimo; prefiere dormir.
Sobre un asiento largo de madera, sentados sobre pieles de reno y cubiertos por una gruesa manta térmica, Wiona, Paralopus y Hauna, en silencio, atisban el cielo despejado. A metros de ellos, de pie, frente al fuego, conversamos en voz baja con Monique y Lars: “Nunca pasó algo así en mi casa. Nunca”, Lars habla en inglés con tono monocorde, su entonación es distinta a la de los suecos —más cantarín todavía, agrega acentos, prolonga demasiado las vocales—. “Entré a la cabaña a las cuatro y media. El living estaba oscuro. Salía un haz de luz de abajo de la puerta del baño. Dejé sobre la mesa las bandejas con la comida para el día y cuando vuelvo a mirar, la luz ya se ha apagado”, Lars alimenta el fuego, mueve un leño y acomoda la pava que hace un buen rato se calienta entre las brasas: “Si entonces hubiera sospechado algo…”, se lamenta, “ahí dentro estaba el asesino”, nos mira con ojos extraviados, cómplices: estoy seguro de que no sospecha de nosotros.
“¿Cómo encontró el cuerpo?”, pregunta Monique, las palmas extendidas hacia el calor del fuego.
“Estaba por subirme al auto para volver a mi casa cuando veo a lo lejos el humo que sale de la chimenea del sauna. Me llamó la atención por la hora. Pensé que se habían olvidado la salamandra encendida. Cuando entro al sauna, el cuerpo de esa muchacha, cómo explicarles…”, se rasca la barba rubia, los ojos penetran el fuego como si quisieran arrancar de allí la frase justa, “de inmediato supe que estaba muerta. Me acerqué despacio, sigiloso, como si me estuviera acercando a alguna mariposa exótica. Apoyé la palma sobre la nuca y comprobé la falta de latidos”, Lars hace un silencio y mira al cielo, la media luna brillante es una intrusa en esa noche oscura salpicada de estrellas; le cuesta seguir, habla con voz cortada: “Aparté mi mano de golpe. Ese cuerpo helado... Pensé en moverla, en extenderla sobre el piso... Pero no pude. Esa piel blanquísima…”. El grito de Hauna nos arranca de las palabras de Lars y nos precipita hacia el cielo que ahora se ha transformado en una imposible danza blanca. Sobre nuestras cabezas, una forma gigante que lo abarca todo, se contornea y se sacude: es como un vapor luminoso que cambia de pronto hacia el rojo, al naranja; el cielo entero se ha llenado de ondulaciones violetas, luego púrpuras; la nebulosa cambia hacia el verde y se entremezcla con el gris, hasta que se instala definitivamente en un blanco inmaculado. Reverenciamos el cielo en absoluto silencio mientras observamos boquiabiertos ese fantasma gigante que flota sobre nuestras cabezas. Hasta que el cielo negro empieza a devorar la luz, la va diluyendo; desaparece.

Un artista
Camelo griego

Camelo griego

Olof irrumpe en el living cuando acabamos de almorzar. Es el turno de la declaración de Hauna.
El belga bufa en su asiento y se levanta desganado. No acepta la mano extendida de Olof. Se calza los guantes y la campera y los dos caminan por el sendero hacia la casucha sobre el lago.
Monique y Melinda juegan a las damas, recostadas sobre la alfombra; las manos van y vienen sobre el tablero, con movimientos lentísimos. Salgo a la galería.
Por primera vez desde que estamos en Laponia el día es claro y sin nubes; mucho frío, unos veinte bajo cero. A lo lejos veo a Wiona y Paralopus esquiando sobre el lago, escucho sus risas; Wiona tropieza y se pega un porrazo tremendo. Voy hacia ellos a ver si necesitan ayuda. No me ven llegar. A medida que me acerco escucho que Paralopus le dice que no se preocupe, que no es nada, un tobillo hinchado nada más, mi amorcito… habla en perfecto inglés, con acento raro pero fluido mientras le quita el esquí y le masajea el pie. Antes de que me vean giro y me escondo detrás de Popi.
Paralopus la lleva en brazos hacia la cabaña. “Hey, Paralopus, ¿qué le ha pasado a tu chica? ¿Necesitás ayuda?”, le pego el grito en inglés. Paralopus gira y se me queda mirando sin hablar.

Latigazos de plasma
Mandarina jugosita

Mandarina jugosita

La mañana gris discurre sobre el comedor. Echado en el sillón, la cabeza recostada sobre el apoyabrazos, medito y observo. Frente al hogar a leña, boca abajo sobre la alfombra, Monique lee un libro en francés: “Historia de la locura”, de Foucault; las llamas le pintan el rostro calmo con repiqueteos brillantes y sombras movedizas.
Paralopus ejecuta su rutina gimnástica en una esquina: ya ha hecho tres series de extensiones de brazos y ahora, boca arriba, las piernas flexionadas, va por la segunda de abdominales.
Wiona, sentada sobre las rodillas del griego, le sirve de contrapeso y cuenta con voz de pito: “eleven, twelve, thirteen...”. “Qué pasa, ¿el semental no sabe contar?”, suelta el dardo Monique.
Paralopus no ha entendido lo que ha dicho la francesa, pero ha visto el rostro descompuesto de Wiona y quiere saber más. La porrista lo contiene con un largo beso húmedo: “Es la envidia”, retruca, “algunas no saben retener a sus maridos”, lanza el misil y vuelve a su recitado: “fifteen, sixteen...”.
El rostro de Monique se ha transformado: es del mismo color de las brasas rojas, el libro le tiembla en las manos: “Yo me acosté con él antes que tí” suelta la bomba Monique y vuelve a su lectura, “nada del otro mundo”, remata; Wiona se ha levantado de un salto: “¡¿Es cierto eso?! ¡¿Es cierto?!” le grita al griego y como el hombre no entiende, Wiona señala a Monique, a él, y luego una muy elocuente graficación del coito. Paralopus habla en griego. Quiere justificarse pero no sabe cómo: a cualquier cristiano se le complicaría salir de ese berenjenal, aún usando toda la artillería verbal a su alcance; el pobre de Paralopus tiene que arreglárselas con nada: gestos e interjecciones.
Mientras se desarrolla esta escena me viene el recuerdo de la noche anterior al asesinato. La cama vacía del griego, mi suposición de que estaba con una de las yanquis —jamás hubiera pensado que estaba con Monique... “Quedate tranquila, chiquita. Era una broma”, susurra Monique, y Paralopus no sabe por qué, pero ahora Wiona lo abraza y lo llena de besos.
Miro hacia el techo, las manos sobre la nuca y pienso: “Monique, sos un misterio, un caso aparte. Mandarina jugosita: qué ganas de quitarte con cuidado esa cáscara amarga e irte desgajando de a uno los secretos”.

Camelo griego
Un resplandor opaco