Agua negra

miércoles, marzo 22, 2006

Luego del almuerzo aparece Olof. A través de la ventana lo veo venir por el sendero nevado; gigantón encorvado, el paso bamboleante, se rasca el pelo corto y rubio, casi blanco. Irrumpe en el living: “Aristóbulo García, su turno para declarar”, la parodia le sale tan bien que me siento intimidado por el tono marcial. Caminamos en silencio hacia la casucha del sauna.
“Todo se complica”, se lamenta con tono doliente sin levantar la vista del piso, “Amadeo llamó a la seccional Kiruna, pidió hablar con usted. Le ha dicho al comisario que no entiende por qué no seguimos con el Operativo Araña Congelada” —el nombre de Arañita me ha sonado lejano, casi desconocido—; tengo los ojos clavados en el cuadrado de agua donde se ahogara la muchacha.
“El comisario le fue sacando datos. Lo están buscando, es cuestión de horas. Se nos acaba el tiempo”. Levanto la vista y lo corto en seco: “Tengo una explicación para esta salvajada”, el gigantón me mira, impertérrito.
“Según ha declarado el guía de la agencia de turismo, dejó a Paralopus y Wiona a las seis de la tarde en un lugar a cinco kilómetros de aquí, en una tienda de campaña, con provisiones para la noche. Los fue a buscar en trineo, al mismo lugar, a las once de la mañana del día siguiente”, me detengo un segundo; Olof aguarda, expectante: “El asesinato fue a las tres menos diez de la madrugada. Tuvieron tiempo de sobra para hacer el trayecto a pie, asesinar a la chica y volver a la tienda”.
“Lindo cuento”, interrumpe Olof, “lástima que no tiene sentido: para qué querrían asesinarla esos dos”. “El chino” replico. Olof sacude los brazos y arremete, los cachetes más colorados que nunca: “¡Está desvariando, Aristóbulo! Wong también ha sido atacado y ahora mismo sigue en el hospital. Casi muere por el exceso de cloroformo”.
“Patrañas para distraer la atención”, lo corto en seco, “un crimen por encargo. Para que no se dude del chino, acuerdan que el griego y la porrista lo dopen junto con su esposa. El guía que recoge a la pareja en la mañana les sirve de coartada. En unos meses, cuando todo pase, el chino les paga el trabajo. Todos contentos”, Olof se masajea el mentón como si hubiera recibido un cross a la mandíbula.
“Es evidente que Wiona y Paralopus se conocían de antes. El griego finge no hablar inglés, ¿sabía usted eso?”, pregunto. Olof levanta la vista de golpe y me mira extrañado; al instante vuelve a mirar el piso, el ceño fruncido. “Detalle macabro: ya dentro del sauna, con la muchacha dormida, Paralopus da rienda suelta a sus instintos. Luego la ahoga. La pelea de los chinos con Amadeo y su posterior ausencia no estaban en el plan, pero vinieron a tenderles una mano extra para desviar la atención”; Olof sigue con la vista fija en el piso: “Lo que necesitamos ahora son pruebas, huellas de la caminata, algún indicio en el trayecto” agrego, para soltarle la lengua y espero su reacción. Medita en silencio. Al rato se levanta: “Ha nevado bastante, las huellas se borran” concluye y mueve apenas la comisura del labio en una sonrisa velada: “Es cierto que el griego finge no hablar inglés”, me informa desde la puerta, “en Mikonos trabajaba con turistas extranjeros. El dato nos ha llegado recién hoy desde Grecia. Era mi principal sospechoso”, admite, “el único del grupo con antecedentes penales”; se despide con una leve inclinación del torso y cierra la puerta.
La luz difusa del atardecer nublado entra por la ventana pequeña iluminando apenas los largos asientos adosados a la pared. Dibujo con la mente el cuerpo de Aki y ahora me acompaña su fantasma arrodillado. El cuadrado de agua negra, quieta, parece la pupila vigilante de un ojo deforme.

Lo imposible
Un artista