De coté

domingo, marzo 19, 2006

(hoy, 29 de marzo, ya todo ha pasado: vuelvo a activar el blog y a publicar mi verdad sobre esta incomprensible salvajada; prepárense compañeros: la realidad siempre supera a la ficción)

El gigantón de Olof irrumpe en el despacho a las siete de la mañana; hace media hora que estoy despierto, sentado sobre el escritorio, meditando. Entra y cierra la puerta con llave: “Me han informado todo. Su ayudante es el principal sospechoso”.
Lo miro sin contestar. Me sorprende el tono prepotente. Sostenemos la mirada en un mutuo reproche silencioso. “¿Y usted qué piensa?”, le abarajo la pregunta sin un pestañeo. “Pienso que su ayudante está en problemas. Antes de que la prensa se entere, quieren tenerlo todo solucionado. Las pruebas sugieren a Amadeo: quieren un culpable y lo tienen”, se frota el pelo corto, mira el piso. “¿Piensa que fue él?”, le lanzo la pregunta a la cara; la mano se le detiene sobre el cráneo, los ojos enormes, extraviados. “No fue él. Ni usted. De eso estoy seguro. No son asesinos”. La respuesta me devuelve la sangre al cuerpo (si el Olof no me patea en contra, hay una luz de esperanza). “Pero eso hay que probarlo”, dictamina; se sienta en el sillón amplio y se quita los borceguíes de cuero negro; apoya los pies sobre el escritorio a mi costado. “¿Alguna idea?”, me desafía, cortante pero sin malicia. “Déjeme encabezar la investigación. Puedo encontrar al asesino”, afirmo, sin mover el cuerpo, sin exagerar la confianza. “Hay que convencerlos a ellos. Eso es primero”, replica y me vuelve a pasar la pelota (la tomo de rastrón, la levanto, le pego de bolea): “Este papel. La letra es de Amadeo. Es fácil probarlo”, despliego el papelito con la nota de Amadeo: “¿usted lo llamó para activar el Operativo Araña Congelada?”, consulto. “Sí: a la una y cuarenta y cinco de la madrugada. Aki fue asesinada una hora y cinco minutos más tarde” (me abre cancha, avanzo con pelota dominada): “aquí tenemos un motivo para justificar la ausencia de Amadeo. Está cumpliendo con el plan. Por eso ha dejado la cabaña. Usted puede dar fe de eso” (la pelota va hacia el arco, con destino incierto). Olof me mira con sus ojos de oso somnoliento, se frota el pelo: “No es mala idea, aunque me estaría jugando el puesto, y la carrera”, (el arquero manotea y da rebote, la pelota queda picando en el área; la agarro en el aire, de coté, de un latigazo): “nadie en la cabaña sabe que soy detective. Sólo Lars está al tanto. Puede enviarme de vuelta con ellos, no sospecharán que los espío. Allí veré las cosas desde adentro, cada mirada, cada palabra, cada gesto”, (la pelota revienta la red y casi puedo escuchar el festejo de la hinchada); Olof asiente con la cabeza, quedamente: sé que le gustaría abrazarme, festejar, gritar conmigo, pero también sé que su nórdico temperamento le impide tal exceso. Suelta una sonrisa glacial, toma la nota de Amadeo y camina hacia la puerta: “Veremos”, concluye y dobla en el pasillo hacia la oficina del comisario.

Los puntos sobre las íes
Que Dios nos ayude