En el naipe del vivir

lunes, marzo 06, 2006


Me levanto a las ocho: acaba de amanecer, estoy de buen ánimo. Me ducho y pienso: “Arañita, perdiste la mano antes de recibir la baraja. Un tipo que se tiene que ir hasta la otra punta del mundo para esconderse, es un tipo que no sabe esconderse. Pensamiento de principiante. En cualquier momento pisás el palito, se te rompe la tela, se te escapa la mosca, Arañita”.
Salgo del baño enfundado en la toalla y voy a prepararme unos mates. No hay más yerba. Ni siquiera para secar.
En Uppsala hay un solo lugar donde se consigue nuestro sagrado elixir verde: Orientaliskt, un negocio regenteado por hindúes, frente a la estación, con productos indispensables para aquellos que estamos lejos del pago. Este boliche es como una embajada de los despatriados donde podés conseguir té de Sri Lanka, falafel, bananas brasileras, latas de conserva con nombres extrañísimos, hierbas del Líbano. Para allá enfilé pedaleando sobre la Sinforosa, emponchado como dios manda para una mañanita de diez grados bajo cero.
Cruzo la vía y a las dos cuadras ya llegué al negocio. Dejo la bici afuera y entro. Hay una música hindú que suena de fondo, dos o tres personas caminando entre las góndolas. Agarro dos paquetes de yerba y voy hacia la caja. Una mujer de piel aceitunada, con ojos negro-carbón, me dice: “Seventy kronors” (son setenta coronas que pago con un billete de mil).
Cuando la chica me está dando el fangote de billetes del vuelto, le cierro la mano sobre la plata. Los ojos se le vuelan. Mira para todos lados. Le explico en inglés: “Este dinero es para usted. Necesito saber todo lo que recuerde sobre los clientes que compran yerba”. Una jugada arriesgada: el ancho de espada de Aristóbulo García.
La mina se tranquilizó un poco cuando entendió el arreglo. Me dedicó una sonrisa y una inclinación de cabeza mientras se metía la plata y el papelito con mi número de teléfono en el bolsillo.
A la tarde me pongo en contacto con la Bonaerense y pido algunos datos sobre Arañita: más que nada información sobre sus compañeros de celda y contactos. Me informan que para mañana a media tarde me llegará el informe por e-mail.
Ceno temprano y miro un poco de tele: están pasando un resumen con lo mejor de los juegos Olímpicos de Invierno de Turín.
Lo que más me gusta son las parejas de patinaje sobre hielo: esas piruetas de a dos, da gusto verlos, tan cerca el uno del otro, se confían, se dejan llevar. Siempre está el miedo de que se caigan y se rompan el alma y ese riesgo hace que sea una especie de festejo cada vez que consiguen volver a encontrarse después de un giro perfecto, las sonrisas clavadas en el horizonte; y de nuevo se separan, dan una voltereta, y a uno le sube el miedo de que él falle en el abrazo, de que ella no lo ataje… Y se caía de maduro que me iba a venir al cuerpo el recuerdo de mi Petisa brava. Aunque hayan pasado todos estos años y aunque yo esté en la otra punta del mundo, todavía no encontré la forma de escapar de tu desdén: Petisa, no me supiste atajar y yo te fallé en el abrazo... Son cosas de la vida, pienso y se me hace un nudo en la garganta, fuerte, como una piedra: “en el naipe del vivir, para ganar, primero perdí…”, canto bajito, con voz cortada, para destrabar el llanto.

Un sacramento
Café Guevara