Algo tengo que inventar

sábado, marzo 25, 2006

Abro los ojos: veo un cielo raso blanco, de paneles rectangulares, separados por unas finas varas de metal. Estoy en un cuarto pequeño, las paredes pintadas de amarillo. Siento un cuchicheo en sueco a mi costado.
El policía de la cara picada de viruela habla a través de un handy. Me siento adormecido, sedado. Muevo los dedos de las manos, de los pies, un poco la cabeza; lo hago por instinto, para ver si el cuerpo me responde. Tengo una manguerita de plástico enchufada al brazo izquierdo. “Ya viene Olof. Todo está bien. Se desmayó”, informa el policía. Lo veo como a través de un velo de luz blanca.
Detrás, colgando de la pared, una foto enmarcada muestra a una mujer joven de pelo rubio, brillante, con una pollera con florcitas: camina por un sendero en el campo, lleva un ramo de flores azules apretado contra el pecho, abajo dice Sommarblommor (flores de verano); en la pared opuesta, el retrato de un señor mayor, la nariz gorda y redonda, carga un azadón al hombro, viste un enterito de jean, las manos grandotas, la mirada endurecida por el trabajo del campo.
Se abre la puerta.
Aparece Olof y al mismo tiempo desaparece el policía. Se sienta en una silla al costado de la cama. No me mira. Se rasca el pelo rubio. “Lo tienen a Amadeo”, anuncia, “está su foto en todos los periódicos. Mire”. Lanza un diario sobre la cama. No entiendo una palabra de lo que dice la nota pero se cae de maduro que estamos en problemas. “Se supone que usted también está detenido”. Revoleo el diario contra la foto del campesino y puteo con ganas, me descargo pegándole al respaldo de la cama con la mano libre.
“Póngase en contacto con Interpol Latina”, rezongo, “hable con mis superiores”. “Ya lo hice”, sale al cruce Olof, “por ahora hay que aguardar a que bajen las aguas, ganar tiempo”. “Mire colega, estoy hasta los huevos de como vienen manejando el asunto: mucha corrección, pero a la hora de los bifes, acá es la misma mierda”, estoy gritando, me sacudo sobre el colchón. Alarmado por mis gritos, el policía asoma por la puerta. Olof le hace una seña para tranquilizarlo. “Aristóbulo”, arranca, con tono calmado, “estamos del mismo lado. Entiendo lo que usted dice y lamento que se haya desilusionado. Hay algo que tiene que entender. Yo estoy de su lado. Cálmese. Es la única opción que tiene”. “Cuando alguien te dice que es la ´única opción´ es que te quiere cagar”, retruco, “siempre hay más opciones”, concluyo. “¿A ver? ¿Cuáles son esas opciones?”, me desafía con la pregunta. “No se las voy a decir. He perdido la confianza. Quiero hacer mi llamada. Quiero hablar con mi abogado”, Olof se rasca el pelo corto, mira el piso. “Entiendo”, concluye, “no lo culpo”. Se levanta: “no haga ninguna locura. Lo llamaré más tarde”, anuncia, antes de desaparecer por la puerta.
El picado de viruela aparece en escena. Me alcanza un teléfono celular. Recoge el diario del piso y se sienta en la silla a leer. Hablo con mi abogado en Barcelona: Olof ya ha hablado con él, me pide que me calme, que siga las instrucciones de Olof, ya hay una persona actuando en mi nombre. A lo sumo en dos días estaremos libres. El llamado me calma un poco. La cabeza me da vueltas como un trompo. Me siento atrapado en esa cama, loco de ansiedad…

En mitad de la noche
Todo empieza a borronearse