Mariposa blanca
martes, marzo 28, 2006
Sobre una mesa lateral hay fuentes con ensaladas y pescado al horno. Cada cual se sirve lo que quiere y comemos en la mesa central, al costado del hogar a leña que arde en chisporroteos anaranjados.
Estoy sentado frente a Monique, Amadeo a su derecha, al lado de los niños que no dejan de preguntarle cosas y hacerle morisquetas. Wiona, Paralopus y Melinda comen en silencio; en la cabecera, Olof acaba de terminar su plato y bebe cerveza flanqueado por Emma —está regañando a los niños— y Lars, el plato a medio comer, los codos apoyados sobre la mesa, las palmas sosteniendo el mentón.
Con el tenedor doy unos golpecitos a la copa de vino y el tintineo agudo acalla a todos. Me paro. Alzo la copa hacia la gente y arranco: —Propongo un brindis —no sé como seguir, se me atragantan las palabras; la imagen de Aki me ha tomado el corazón por asalto: capullo en flor, cuanta crueldad: —Propongo un brindis por la hospitalidad de Lars. Por la confianza ciega del colega Olof —me tiembla la voz, veo el cuerpo de la muchacha china echado sobre el piso: —Por la memoria y el descanso en paz de la joven Aki: Mariposa blanca, volaste al cielo lejos de tu hogar.
Contengo el llanto en la garganta. Todos asienten en silencio y alzan las copas. “Nobleza obliga”, pienso, mientras me acerco al griego y a las yanquis: —Me equivoqué con ustedes —lanzo la disculpa apretando los labios.
Paralopus acepta mi abrazo: —No es nada —contesta. Las yanquis me saludan con una sonrisa amable. Todos se han puesto de pie. Señalo a Amadeo: —Y por el olfato atento de mi amigo, único responsable del esclarecimiento de esta salvajada.
Estalla un aplauso que se prolonga y esa reacción espontánea de todos quiere ser festejo y exorcismo. Nos abrazamos. Con ese ritual queremos sacarnos de encima la locura, espantar a la muerte, borrar la maldad.
Los niños nos miran asombrados. No se han movido de su sitio. Veo a la pequeña Åsa, sus buclecitos rubios; y a Daniel, peinado taza, la boca abierta: abrazado a su hermanita, señala al padre. Lars lagrimea en un rincón, mirando el piso, el vaso de cerveza apretado entre las manos.
Estoy sentado frente a Monique, Amadeo a su derecha, al lado de los niños que no dejan de preguntarle cosas y hacerle morisquetas. Wiona, Paralopus y Melinda comen en silencio; en la cabecera, Olof acaba de terminar su plato y bebe cerveza flanqueado por Emma —está regañando a los niños— y Lars, el plato a medio comer, los codos apoyados sobre la mesa, las palmas sosteniendo el mentón.
Con el tenedor doy unos golpecitos a la copa de vino y el tintineo agudo acalla a todos. Me paro. Alzo la copa hacia la gente y arranco: —Propongo un brindis —no sé como seguir, se me atragantan las palabras; la imagen de Aki me ha tomado el corazón por asalto: capullo en flor, cuanta crueldad: —Propongo un brindis por la hospitalidad de Lars. Por la confianza ciega del colega Olof —me tiembla la voz, veo el cuerpo de la muchacha china echado sobre el piso: —Por la memoria y el descanso en paz de la joven Aki: Mariposa blanca, volaste al cielo lejos de tu hogar.
Contengo el llanto en la garganta. Todos asienten en silencio y alzan las copas. “Nobleza obliga”, pienso, mientras me acerco al griego y a las yanquis: —Me equivoqué con ustedes —lanzo la disculpa apretando los labios.
Paralopus acepta mi abrazo: —No es nada —contesta. Las yanquis me saludan con una sonrisa amable. Todos se han puesto de pie. Señalo a Amadeo: —Y por el olfato atento de mi amigo, único responsable del esclarecimiento de esta salvajada.
Estalla un aplauso que se prolonga y esa reacción espontánea de todos quiere ser festejo y exorcismo. Nos abrazamos. Con ese ritual queremos sacarnos de encima la locura, espantar a la muerte, borrar la maldad.
Los niños nos miran asombrados. No se han movido de su sitio. Veo a la pequeña Åsa, sus buclecitos rubios; y a Daniel, peinado taza, la boca abierta: abrazado a su hermanita, señala al padre. Lars lagrimea en un rincón, mirando el piso, el vaso de cerveza apretado entre las manos.
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