El golem de nieve

domingo, marzo 26, 2006

Tras una curva pronunciada salimos del bosque; el lago congelado nos sorprende con su inmensidad blanca y su cielo abierto como si desde una capillita oscura hubiéramos salido a pleno día. Es noche cerrada y las nubes cubren el cielo por completo.
El haz de luz del farol rebota contra el hielo desnudo. El llano total del terreno me permite acelerar al máximo; entonces empiezo a sentir la presencia del agua bajo nuestros pies, debajo del metro de hielo. Y aunque sé que es imposible que se quiebre esta corteza helada, la idea es especialmente aterradora cuando estamos en medio del lago.
Me parece ver algo que se mueve a lo lejos; la sombra de un animal con forma de caballo desaparece al galope; Monique grita y señala con el brazo hacia la derecha. Giro y alumbro en esa dirección: la casucha de madera del sauna se alza sobre el lago congelado como una presencia imposible: alumbrada por la luz del farol se agranda a medida que nos acercamos. Apago el motor. El silencio que se ha creado me exaspera: tengo el ronroneo del motor grabado en la cabeza.
Estamos a oscuras aunque una luz débil parece surgir de la nieve. Prendo la linterna. Tomamos el sendero que se aleja del lago hacia la cabaña. “Los han dejado en libertad, aunque todavía no pueden salir del país”, me comenta Monique. “Quiero asegurarme de que no haya alguien dentro”, contesto y entramos a la cabaña oscura. Con la linterna alumbro los muebles cubiertos por plásticos negros. Luego de recorrer el living, la cocina y el baño, el silencio de la casa se quiebra con nuestros pasos en la escalera. Luego de comprobar que la segunda planta también está vacía, salimos y nos paramos frente a Popi. Con el círculo de luz de la linterna voy recorriendo su cuerpo deforme: El pie derecho es más bien una pelota de un metro de diámetro; el izquierdo, un cuadrado, con cuatro ramas dispares encastradas al frente que pretenden ser los dedos; las piernas son una prolongación que no se distingue del resto del cuerpo: a modo de lavarropas con pies, el torso cilíndrico se eleva, unos cuatro metros; no tiene brazos. En la cabeza es dónde Amadeo parece haber concentrado todo su arte: una boca enorme, tallada, sonríe con unos dientes de pequeñas piedras desperdigadas en el hueco; una zanahoria hace las veces de nariz y sobre la cabeza, unas ramas de pino clavadas dan la impresión de ser frondosos pelos parados. Los ojos son dos bóvedas negras, cavadas en la cara.
El cuerpo está orientado hacia la casucha del sauna que se alza a unos diez metros de allí, y es cierto que “Popi vio todo”, como escribió Amadeo, pero no creo que este golem de nieve vaya a decirme una palabra.
Monique recorre el monstruo con ojos curiosos. Se ha arrodillado a recoger una rama que yace a un costado, cerca del pie izquierdo. Alumbro otra vez los ojos y ya estoy por mover la luz de la linterna hacia la boca cuando reconozco algo extraño en la forma en que la luz rebota en el hueco del ojo izquierdo. “¿Ves algo raro ahí?”, los dos contemplamos en silencio: es como si en lugar de meterse dentro del hueco, la luz se transformara en una pequeña pupila vidriada.
Entramos a la cabaña y entre los dos cargamos una mesa que ubicamos frente a Popi. Me trepo y quedo a la altura de su cara. Alumbro de lleno la cavidad; meto el dedo y siento una superficie dura. A medida que aparto la nieve con cuidado va surgiendo un objeto negro. “¿Qué es?”, pregunta Monique desde abajo. No hace falta que conteste: saco los últimos restos de nieve, alzo la pequeña cámara y se la enseño. Dirijo el lente hacia ella: en la pantallita digital veo el rostro desencajado de Monique, se lleva las manos a la boca; debajo de su imagen, en caracteres digitales, aparecen el día y la hora.

Una reverencia
Un ronroneo en el bosque